martes, 25 de octubre de 2011

Cine y vida: el voyeur y la memoria (y III)

Es el turno de dos alumnas de Artes Escénicas, de segundo curso. En primer lugar la reflexión de Jimena Aguilar, y a continuación la de Cristina Martínez Pérez.

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Apuntes sobre la seducción

por

Jimena Aguilar
A partir de la escena de la película “Once Upon A Time In America”,  del director Sergio Leone.
El amor prohibido y  la seducción en su máximo apogeo.   La búsqueda de  nuestra propia identidad en caras y cuerpos ajenos,  cautivarnos al sentirnos cautivados.   Es ella, la que se atrae al ser atraída, excitando la vibración del pulso de aquél que la mira.    Es él, cuyo morbo late, quién se ve hipnotizado por su belleza.    Ambos disfrutan el momento.  Él infraganti y ella y su ego narciso escapan en una cápsula.  Se escabullen en su delirio.  Tardan lo que tardan.  Saborean el momento, lo incorrecto.
 Es acero inoxidable hecho caramelo.  
Este encantamiento me evoca a Jean Baudrillard, y su ensayo  De la seducción.  En él se encuentra la siguiente cita, que creo calza perfectamente con la escena vista:
“La máscara evoca a una nostalgia felina y teatral del adorno, a una estrategia y una seducción de las formas rituales que supera cualquier socialidad y que aún nos hechiza.”
Al deconstruir la cita nos damos cuenta de las palabras que la constituyen, y que juntas crean el significado de la misma, en este caso, aplicado a la escena:   
La máscara oculta la verdad cotidiana, y sirve como excusa para caer en el juego de la seducción, para olvidar y sin prejuicios, comenzar a jugar.  Cobra vida la estrategia, la de uno para mirar y la de la otra para ser mirada.  Una danza establece el ritual; lo que hechiza y estremece al espectador; cuya sangre hierve ante tal estímulo. Se convierte en un acto primal, un juego entre animales, la felina que quiere gustar y principalmente gustarse.  Deja entonces de ser un acto solo para el espectador, y se convierte en uno en el que ella disfruta. Evoca la forma más femenina y sensual.  A tan corta edad, estimula una nostalgia de la inocencia perdida, y alimenta una mirada que busca comer más.  Entre adornos y espejos, ella se mira al danzar, disfrutando de sus movimientos, perdiéndose en su propia teatralidad.  Es la lujuria la que abunda, y que fortifica la formalidad social.    Se comienza entonces a intensificar, y cada vez la línea es más delgada entre el sexo y lo sensual.  El acto concluye con la desnudez de ella, una estética perfecta y ondulada. 
¿Es niña o mujer?
(Debo agregar: En el único aspecto que difiero con Baudrillard, es en que la máscara “supera cualquier socialidad”. 
Pienso que en efecto, la máscara es la única forma de poder seducir y que sea socialmente aceptado.  De hecho, creo que utilizamos distintas máscaras para distintas situaciones. No sabemos quién somos, y atravesamos constantemente crisis de identidad.  ¿Cómo exponer lo desconocido? Creo que hay un miedo inminente hacia el revelar el verdadero animal que nos caracteriza.  Por lo tanto, por más “felina” y “atrevida” que sea nuestra máscara, siempre será sólo eso: una máscara, una farsa.  Los verdaderos límites de nuestra personalidad solo podrán ser tocados una vez eliminada la máscara, y esto, pocas veces -por no decir que nunca- sucede.
 ¿Nos conocemos de verdad? ¿Está nuestra personalidad plagada de espejos que reflejan la convención de distintas máscaras? )
“En el corazón del mito cinematográfico, reside la seducción — la de una gran figura seductora, de mujer o de hombre (de mujer sobre todo), ligada a la fuerza capciosa y arrebatadora de la propia imagen  cinematográfica.”
                                                                                                                     -Jean Baudrillard
Como bien dice Baudrillard, el cine es mito, fantasía.  Los espectadores nos hipnotizamos al mirarlo, nos creemos sus técnicas y no nos saciamos de ellas.  Las tragamos como si fueran chocolate caliente. 
El cine seduce con sus historias,  flirtea con sus tecnologías, y a fin de cuentas es narciso.  A  veces se va al cine por el mismo cine: a ver el nuevo efecto tridimensional, a mirar la nueva pantalla.  Los espectadores somos seducidos por la imagen, y es difícil no mirarla cuando su fin es ser mirada.   
Tanto en la vida como en el cine se busca seducir.  Se busca hipnotizar.
Todas nuestras acciones sirven para obtener ciertos fines, y estos fines siempre buscan la aprobación ajena y propia.  Es por esto que seducimos la vida,  tal y como ella seduce a él y como el cine seduce a sus espectadores. 
Somos frágiles ante el deseo, ante la imagen y ante la carne.  Esto es así, el sexo mueve el mundo. 
A fin de cuentas, todo es una ilusión:
Es un momento en la vida, y el momento, efímero como se caracteriza, siempre se termina, y se va.   Y así termina su danza y su ritual, y él despierta del delirio al ver el cuerpo de ella desnudo, y deja de mirar.  El momento culmina, y solo queda la ilusión de pensar en el surgimiento espontáneo de algún otro momento, donde por un momento, ambos puedan estar conectados otra vez. 
El dejarse seducir es instintivo.  Con una mirada se atrapa la presa. 
Los espectadores seguimos mirando y nos dejamos seducir. 
Vamos al cine para sentirnos conectados.  No solo con nuestra realidad, si no para buscar conectarnos con la realidad que nos es contada.  De este modo evadimos nuestra soledad, y nos sentimos acompañados en el mundo y en la vida. 
Pasamos incontables horas entreteniéndonos y mirando películas.  Las utilizamos de temas de conversación y nos conectamos aún más con los demás.     Seducimos con nuestro intelecto.  Y todo es una farsa. 
Pero es la mentira que nos une. 

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LLÁMALO, X, NO QUIMERAS

Cristina Martínez Pérez
Llevo desde el miércoles cuestionándome la similitud que existe entre el cine y la vida e intentando relacionar todo esto con las escenas de la película.
Hay gente que afirma que el cine es recreación exacta de la realidad. Partiendo de la base que la monotonía inunda a una gran masa de población hoy en día, toparíamos con argumentos soporíferos que no engancharían al espectador. Por el contrario, si una persona va al cine a recrear sensaciones que anhela (pero con vidas ajenas) la cosa comienza a cambiar. He recalcado varias veces la palabra sensación, puesto que como seres humanos nuestro estado emotivo varía de la entrada a la salida de la proyección. No se puede NO sentir.

A esto va unida nuestra escondida faceta voyeur. Al igual que Robert de Niro observaba a aquella bailarina tras una rendija, nosotros, al hacernos partícipes de la película, espiamos a una serie de personas que no pueden traspasar la pantalla y percatarse de que estamos hurgando en sus vidas. Algo mágico y único de la sala de cine, y que me ha llamado la atención desde pequeña es la oscuridad. Recuerdo estar viendo con mis padres alguna película en la televisión y no saber que expresión facial poner ni dónde mirar en el momento que aparecía alguna escena algo subida de tono. Eso nos lo ahorra la butaca, el hecho de tener que dar explicaciones. Los hermanos Lumiere pudieron transformar el cine de Edison en un acto social, grupal; sin embargo nunca se pierde la intimidad (el que está sentado a tu lado no tiene por qué percatarse de tu excitación, ni tú de la suya).
Erase una vez en América. Al tratarse de una pregunta tan etérea, no sabía si hablar de la transformación del espectador en un voyeur, de la excitación, del entretenimiento… Así que he tratado de construir un mini-compendio de las ideas, reacciones y sensaciones retenidas en mi desordenada cabeza y exponerlas en el papel.

Inevitablemente al relativizar acerca de si el cine en su esencia es un acto colectivo, o al menos aparentemente social, continúo ahondando en nuestra intimidad y me viene a la cabeza un verbo con el que siento una especial empatía, idealizar. Como hermanas, de la mano de la imaginación se encuentra la idealización, y la tendencia del ser humano a ansiar aquello que no está a su alcance. Un punto a favor del cine frente a la literatura, es que no es necesario que malgastemos nuestra energía en imaginar unos personajes y construir sus vidas; parte del trabajo ya está hecho. Las imágenes son el vehículo más rápido de entrada en nuestro particular mundo interno, lugar idóneo para crear una superproducción (de imágenes internas por supuesto) que probablemente sea más interesante que lo que observamos al levantarnos de la butaca. En muchas ocasiones resulta más hermoso no traspasar la barrera de la expectativa, y es posible extrapolarlo a varios ámbitos de la vida. Metafóricamente me remito a un niño que espera un regalo de navidad. La espera le crea una emoción que le hace desearlo con más y más fuerza hasta que llega. Después del día de Navidad, lo utiliza unas semanas quizás y pasa al baúl donde se amontonan otras tantas ilusiones navideñas.
Para nosotros un juguete puede hacer alusión al amor o a cualquier otra cosa. En un mundo globalizado como el nuestro, en el que no se sabe si actuamos como robots, conformando una masa que actúa por pura inercia (donde el cine es una evasión); o existe una esperanza en la minoría que percibe la belleza de un filme cuyas salas se vacían a los treinta minutos de proyección, nos topamos con un haz de luz. Sensación. Emoción. Excitación. Desde sus orígenes, el cine se ha convertido en una fábrica de regalitos sin distinción de edad o clase social; y con ello, vuelvo a hacer hincapié en que no se puede NO sentir. No está en nuestra naturaleza.
Menos mal que existe el inconformismo.

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